"Sus ojos se cerraron
y el mundo sigue andando...”
C.
Gardel
Alguien
muere, o desaparece. Un ser querido, o mucho más. Esa noche el insomnio se vuelve insoportable, y al otro día, al despertar,
algún indicio macabro nos demuestra que el mundo aún sigue ahí,
sin derramar una lágrima. Dolidos y humillados hubiéramos querido
que los trenes cancelen sus salidas, que los periódicos anuncien
sólo noticias de ayer, y que las modelos en los afiches se vistieran
de luto. Pero esa tristeza tan honda y tan nuestra, únicamente
habita de las paredes hacia adentro, y la soledad y la indiferencia infectan el aire que respiramos, a la hora del desayuno. Entre el
sonido monótono de la ducha y el aroma del café, comprendemos con
estupor que algo falta, o se ha ido para siempre. El primer día que
sigue al dolor es, sin duda, la jugada más arriesgada; los caminos a
diario caminados se vuelven extraños, y se extravía el sentido de
cada simple actividad mucho antes de comenzarla. El ser amado
ha partido, y la piedra atada al cuello duplica su peso al borde del
abismo. Si hasta los puentes, con sus llantos derramados y sus
poemas encadenados, temen con razón una movida fatal. Bajan esa
noche las estrellas preocupas, y el rostro atribulado de la luna
acecha agazapado en lo más profundo de la noche. En la orilla, junto
al mar, queda el eco de un beso lejano, el aroma siniestro de una despedida trunca, y un verso tímido, que no
supimos escribir a tiempo.