La noche más cerrada que se pueda
imaginar. Un hombre, pequeño y desnudo, de pie, al borde del
acantilado. Bajo sus pies, el mar. “El” mar, descargando toda la
cólera de los siglos, contra las oscuras rocas de allí abajo,
sombrías e impasibles. Toda la negrura de la noche extendiéndose
fatal, hasta morder el horizonte. Y allí, en el final, el cielo, con sus grietas; tan embravecido como el mar. Todo el enfado del universo
cayendo con furia sobre la Tierra. El aire, terrorífico y mortal,
colmado de truenos ensordecedores y mil relámpagos ardientes; como
destellos de luz incandescente iluminando el último momento. Toda la
pequeñez de su humanidad contenida en un aliento final. Lo sublime;
la última explosión de adrenalina estallándole en la boca del
estómago. El arrebato postrero de los Titanes recordándole al
hombre la fragilidad de su hombría, su insignificancia, y su
fugacidad. Y él, “el” hombre... admirando en silencio la
fatídica función, con todo el orgullo en la venas de saberse el
único espectador del espectáculo final de los dioses.