"(...) Pasó
el resto del día mustio y remiso, entre el sofá y la cocina. Abría libros al azar y
leía la primera frase que se le aparecía ante los ojos,
desmenuzando sentidos, rumiando despreocupado, pastando a sus anchas
en el campo semántico de las palabras. El tiempo lento de la tarde
se diluía, sigiloso y entre líneas. Una porción de su entidad,
centinela de lo oscuro, se reflejó en los tenues albores de la noche
que ya comenzaba a llegar, a comparecer ante sus dudas, mientras
susurros de presagios centelleaban en la habitación. Cuando se
percató de que la tarde comenzaba a morir, y que la noche no
tardaría en aparecer sobre el cristal, con su conjuro de sombras
inquietantes y de aullidos fantasmas, para reincidir en la maldición
de los desoídos, y teñir el pesado aire de oscuras visiones y
sufrida melancolía, cerró entonces el libro que tenía entre las
manos, y se levantó del sofá en busca de una botella de vino tinto.
Mientras la abría, y servía en la copa el elixir divino, preocupado
en la búsqueda de una revulsión interna, sintió el eco lastimoso de una
frase retumbando dentro de él:
“(...) la vida era
un bulto muy atado, que se desataba al caer en la eternidad.”
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