Por primera vez, su
preocupación parecía justificada y fatal. Por no haber albergado
nunca un corazón apasionado, intuía que era tarde ahora para buscar
una voz que lo mantuviera vivo; y era ahí donde residía toda su
aflicción y su congoja; porque él sabía muy bien que la verdadera
muerte siempre se cumplía en labios extraños, en el instante
preciso en que se pierde para siempre el eco de nuestro nombre
pronunciado por última vez; porque cuando nuestra propia voz
claudica, cualquier anhelo es infantil, los sueños ya no alcanzan, y
sólo nos queda sobrevivir en alguna boca ajena.
Y ahora, como un
desenlace amargo pero justificado, junto al resabio de una existencia
tibia y resignada, una casmodia disimulada iba ganando terreno sobre
las horas finales. Condenado a respirar su propio hastío, transitaba
ahora ─adormecido en el letargo de sus días, y atrapado en en el
tedio de ese insomnio de ojos bien abiertos que los mediocres
llamaron “vida”─, su sentencia, su silencio, y su agonía.
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