martes, 12 de julio de 2011

Proust y la Magdalena (II)

Y otra vez me pregunto: Cuál puede ser ese desconocido estado que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la cual se desvanecen todas las demás realidades.

Vuelvo al instante en que tomé la primera cucharada de té. Y me encuentro, sin ninguna claridad nueva...

¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antigua que la atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi ser?

Y de pronto el recuerdo surge.

Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa) cuando iba a darle los buenos días a su cuarto.

Ver la magdalena no me había recordado a nada, antes de que la probara...

Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más fieles, más persistentes que nunca, el sabor y el olor perduran mucho mas, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su implacable gotita el edificio enorme del recuerdo.

En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila o té que mi tía me daba, la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto... las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swan y las ninfeas del Vivonne, y las buenas gentes del pueblo, y sus viviendas chiquititas, y la iglesia, y Combray entero y sus alrededores, y todo eso... sale de mi taza de té.

"À la Recherche du Temps Perdu", M.Proust

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